martes, 30 de agosto de 2016

De "Let's Dance" a "Black Tie, White Noise": caída y resurrección de Bowie

Después de realizar en 1980 junto a su productor de toda la vida, Tony Visconti, el mejor disco de su carrera, "Scary Monsters and Super Creeps", Bowie, que hasta ese momento había llevado un ritmo de publicación de aproximadamente un disco al año, tardó tres en publicar el siguiente, "Let's Dance" (1983), producido en esta ocasión por Niles Rodgers. Era el primer cambio de productor en muchos años. Al parecer, a Bowie le habían dolido ciertas revelaciones de Visconti en una entrevista, y cortó el contacto con él, hasta que casi veinte años después Bowie lo perdonó. Juntos hicieron los últimos discos de Bowie; de hecho, en los últimos años, cuando Bowie dejó de conceder entrevistas, Visconti se convirtió prácticamente en su portavoz oficial. Siempre he pensado que una de las razones del declive de la obra de Bowie en los años ochenta se debió a la ruptura con Visconti. 

Tony Visconti




Niles Rodgers era uno de los dos cofundadores de Chic, un grupo de música disco que hizo furor a finales de los años setenta. No deja de resultar curioso que Bowie, que había "deconstruido", por así decirlo, magistralmente la música disco en "DJ" una de las canciones más brillantes de "Lodger" (1979) y de toda su carrera (en algún momento habremos de dedicar una entrada en exclusiva a esa canción), eligiera precisamente a Rodgers como sustituto de Visconti. Curioso o, más bien, sintomático. Rodgers ha contado que, cuando Bowie le dijo que quería que se encargara de la producción de su siguiente disco, estaba convencido de que iban a realizar juntos una segunda parte de "Scary Monsters", un disco que a Rodgers le parecía absolutamente magistral. Pero no, Bowie no había contactado con Rodgers porque quisiera continuar por la senda que había recorrido a finales de los años setenta, una sucesión de obras maestras tan alabadas por la crítica y tan influyentes en algunas de sus derivaciones como decepcionantes desde el punto de vista comercial. Bowie quería un éxito comercial en toda regla. Y lo tuvo: el único disco que vendió en 1983 más ejemplares que "Let's Dance" fue "Thriller", de Michael Jackson.

El anhelo resulta perfectamente comprensible:  Bowie, en determinado punto de su carrera, se hartó de no lograr lo que colegas infinitamente menos brillantes y creativos que él habían conseguido, a saber, amasar una fortuna con su talento musical. Lo consiguió, no obstante, a costa de lanzar al mercado un disco que suponía una traición en toda regla a su propio legado. Siempre he pensado que la demostración más elocuente pasa por comparar la versión original de "China Girl", una canción sobre el colonialismo (excelente, en su sencillez, la letra), coescrita con Iggy Pop para un disco publicado en 1976 por este último, "The Idiot", con el remake que Bowie parió junto a Rodgers para "Let's Dance". El extrañamiento y la acidez de la primera versión no pueden estar más lejos de las superficies ultrapulidas y del "kitsch" de la segunda (obsérvese el tratamiento de los efectos y motivos orientalizantes en cada una de ellas). 




Curiosamente, sería la segunda y última colaboración de Bowie con Rodgers, "Black Tie, White Noise" (1993), la que devolvería a Bowie a la senda de la inspiración. Ya hablamos, a este respecto, en la primera entrada de este blog de una canción modélica como "Jump They Say", sobre locura y muerte, crucial en el canon de Bowie, tanto por todo lo que entronca como por todo lo que preludia. Dejaremos en esta ocasión una versión en directo, menos brillante (como casi siempre ocurría con Bowie) en lo musical que la versión de estudio, pero con el atractivo visual de ver a ese Bowie de delgadez cadavérica, traje con falda y pelo teñido de rojo que siempre nos ha enamorado.





lunes, 28 de marzo de 2016

«Blackstar», 2ª parte (con parada en "Ziggy Stardust")

Decía en la anterior entrada de este blog a propósito de "Blackstar", escrita apenas unas horas después del fallecimiento de Bowie:

[...] el hecho de que esta obra sea la obra final, y de que haya sido concebido para que así sea [...]

Ciertamente, "Blackstar" es un disco compuesto cuando el artista se sabía enfermo de gravedad, pero, por las noticias que han ido trascendiendo sobre sus últimos meses de existencia, hasta finales de 2015 el tratamiento contra el cáncer parecía estar dando buenos resultados: nada autoriza, por lo tanto, a decir que "Blackstar" fuera un disco concebido como obra final, aunque haya sido su última obra publicada en vida. De hecho, bien pensado, colocar como último corte una cancion como "I Can't Give Everything Away" probablemente fuera un indicativo de que, en efecto, Bowie no estaba dispuesto a darlo todo por perdido, y que esa voluntad se extendía más allá de la creación de "Blackstar". Ahora bien, no me parece que el reconocimiento de esta circunstancia anule la lógica de "obra final" que preside el disco, entre otras cosas porque cualquiera de los tres últimos discos de Bowie ("Reality", 2003; "The Next Day", 2013; "Blackstar, 2016) podría haber servido para coronar su carrera en un punto en el que la mirada hacia su pasado musical y la proyección hacia el futuro estaban muy bien equilibradas. Los tres contienen tal cantidad de canciones excelentes (en particular, "Reality" me parece un disco tan perfecto -aunque tal vez no sea tan profundo- como cualquiera de los discos perfectos que realizó el músico a lo largo de toda su carrera) y están tan imbuidos de lo mejor del espíritu de Bowie que habrían sido una despedida más que notable.

Decía también en la anterior entrada que la obra de Bowie se puede -e incluso diría que se debe, si de verdad queremos indagar en ella- interpretar como un monumental juego de espejos. De hecho, probablemente el príncipio básico de la fórmula Bowie, el rasgo que llevó al teórico Fredric Jameson a afirmar sobre él que era un músico posmoderno, es que en ella se da una desaparición casi completa de eso que en inglés se denomina "the real thing": lo primordial, lo auténtico, lo genuino. Lo más valioso, perdurable y fascinante de la obra de Bowie, al menos desde mi punto de vista, funciona como un espejo que refleja -deformándolas, transformándolas, apropiándoselas- músicas ajenas, incluidas, a partir de determinado momento de su carrera, sus propias canciones. La obra de Bowie, en lo que tiene de más sustancial, es en gran medida una obra reflexiva y autorreflexiva. Por eso, para hablar "Blackstar" (2016) hay que remontarse a "The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders form Mars" (1972).

Antes de la publicación de "The Rise and Fall...", Bowie había creado ya, como mínimo, un disco excepcional, "Hunky Dory" (1971), y algunas canciones memorables ("Space Oddity", "All the Madmen"). Sin embargo, es en "The Rise and Fall..." donde el carácter reflexivo de su música, hasta entonces únicamente esbozado en alguna que otra canción, se convierte en un pilar conceptual de primer orden, que quedaría como un hito de la historia de la música pop-rock y marcaría el resto de su carrera. A David Bowie, estrella ascendente en el mundo musical, se le ocurre hacer en 1971 un disco sobre el auge y la caída de una superestrella musical procedente de otro planeta a la que da el nombre de Ziggy Stardust. Más aún: Bowie cambia completamente de imagen -el pelo teñido de rojo, la cara profusamente maquillada, el vestuario cada vez más estrambótico, los zapatos de plataforma- para convertirse, dentro y fuera del escenario, en ese "mesías leproso" (así lo llama en una de las canciones) que es Ziggy Stardust.

David Bowie como Ziggy Stardust

Como modelos para el personaje de Ziggy se han citado numerosos nombres, desde iconos como Iggy Pop y Lou Reed hasta figuras caídas en desgracia como Vince Taylor o personajes tan estrafalarios como Norman Carl Odam. Sin embargo, al margen de los nombres concretos, lo interesante es precisamente que Ziggy le sirve a Bowie para reflexionar por primera vez -con los vivos colores de un cómic musical para adolescentes- sobre el fenómeno del estrellato y la fama, sobre las características reales o imaginarias de una gran superestrella y sobre su autoinmolación final, enunciada en la última canción del disco, "Rock 'n' Roll Suicide", con su irónica mezcla -recordemos que la ironía es otro de los elementos cruciales de la "fórmula Bowie"- de emotividad y distanciamiento. No será la última vez que todos estos temas reaparezcan en la obra de Bowie, y ni siquiera la ocasión en que lo hagan con mayor refinamiento u hondura, pero "The Rise and Fall..." es el primer disco en el que esa veta de su creatividad se afirma con evidencia, y "Rock 'n' Roll Suicide" -a medio camino entre la chanson française, el rhythm and blues y los musicales de Broadway- uno de los ejemplos más brillantes de la capacidad del joven Bowie para crear una obra original a partir de una combinación inusitada de modelos previos.

«Something happened on the day he died / Spirit rose a metre and stepped aside». Estos versos no son parte de la letra de "Rock 'n' Roll Suicide", sino de la letra de "Blackstar". ¿Es tan solo una casualidad que los dos primeros sencillos del último disco de Bowie traten (irónicamente, por supuesto), sobre el advenimiento de un mesías ("Blackstar") y sobre un leproso resucitado de entre los muertos ("Lazarus")? Continuaremos indagando en una próxima entrega. Entretanto, degustemos una vez más ese himno paródico a la caída de un ídolo, con su extraña mezcla de expansividad y sequedad, que es "Rock 'n' Roll Suicide".













martes, 12 de enero de 2016

«In the center of it all... in the center of it all... your eyes» («Blackstar», 2016, 1ª parte)

 

David Bowie ha muerto. Parece difícil de creer, pero así es. Ha muerto. Él. A los 69 años y después de 18 meses de lucha contra el cáncer. Demasiado pronto y pillándonos, una vez más, por sorpresa, primero porque nada había trascendido de su enfermedad, segundo porque apenas dos días antes de su muerte había publicado su vigésimo quinto disco, "Blackstar" (2016), modélico en su vitalidad, apabullante en su densidad, "bowiano" hasta la médula. Y aunque con Bowie nunca se sabe (¿nos tendrá reservada alguna sorpresa post-mortem?), el hecho de que esta obra sea la obra final, y de que haya sido concebida para que así sea, arroja nueva luz interpretativa sobre un disco en el que la fórmula Bowie (siempre la misma y siempre diferente) volvía a funcionar casi a la perfección. 

Si esta era la obra final, y si él sabía que ésta sería la obra final, nada habrá quedado al azar. No será un azar, por ejemplo, que el disco tenga siete canciones, ni que empiece con la canción que empieza, ni que termine con la canción que termina. Ni será un azar que, en esta ocasión, esa costumbre de Bowie de montar ciertos discos sobre un instrumento estelar haya hecho que, en este caso, ese instrumento (por primera vez en su carrera: un ejemplo de la parte renovadora de la fórmula Bowie tal como ha quedado materializada en el disco) sea el saxofón, que él tocaba (mal) y que aquí corre a cargo de un músico de jazz, Donny McCaslin. (Otra novedad que aporta "Blackstar": para hacer su último disco, Bowie sólo ha conservado a uno de sus colaboradores habituales en el plano musical, Tony Visonti, prescindiendo de la fábulosa banda que lo acompañó en el estudio y en el directo desde "Earthling" y el concierto de su 50 cumpleaños en 1997 hasta la realización en secreto de "The Next Day", publicado en 2013. Parece evidente que él mismo ha querido regalarse, una vez más, la excitación de lo nuevo.) Esta presencia del saxofón es uno de los guiños que contiene un disco en el que los guiños abundan (pero, también, en el que están perfectamente integrados: era otra de las marcas de la casa: mirar hacia el pasado -el pasado de la historia del pop y del rock en sus primeros discos, su propio pasado musical en los últimos años- y proyectarlo en un presente que en muchas ocasiones parecía una anticipación del futuro). Y creo que no es descabellado interpretarlo como un guiño irónico, un rasgo este, el de la ironía, absolutamente crucial de la "fórmula Bowie". El instrumento que peor se le daba (tocaba varios) es puesto, por fin, en manos de un especialista, y elevado además a un lugar de protagonismo que no le había dado nunca.

Ahora bien, como la fórmula Bowie es una mezcla de continuidad e innovación, y más aún en las obras mayúsculas de su carrera (y "Blackstar" lo es: si, de siete canciones, cinco de ellas, siendo estrictos, son magistrales, sería injusto negarle esa condición, aunque en el último análisis el disco no tenga la redondez de sus grandes obras maestras, las cuales -lo adelanto ya, porque ésta será una de las hipótesis fuertes de mi posición sobre la obra del músico británico- no se concentran únicamente en la década de 1970), la innovación que supone el protagonismo del saxo en el disco establece una continuidad con el pasado musical de Bowie. Y la establece, concretamente, con otro disco grandísimo del artista británico, "Black Tie White Noise" (1993).

Si una de las características  más prominentes de "Blackstar" es la presencia del saxo, interpretado por el músico de jazz Donny McCaslin, una de las caracteríscas más prominentes de "Black Tie White Noise" era la presencia de la trompeta, interpretada por el músico de jazz Lester Bowie ("Siempre que miraba la sección de discos, veía que había otro Bowie además de mí, así que decidí contratarlo", decía -irónicamente- David en las entrevistas promocionales de "Black Tie, White Noise"). Ahora bien, si la presencia de la trompeta de Lester Bowie en aquel disco de 1993 era, a su vez, una novedad en la "fórmula Bowie", aquella novedad marcaba, a su vez, una continuidad con el pasado. Pues la desquiciada (y maravillosa) trompeta de Lester Bowie desempeñaba en el primer sencillo de aquel disco ("Jump They Say": una canción sobre la esquizofrenia del hermanastro de David, Terry, escrita después de que éste se suicidara) idéntico papel al que veinte años atrás había desempeñado el piano en una de las obras magnas de Bowie, "Aladdin Sane" (1973), tocado por otro músico de jazz, Mike Garson, concretamente en la canción de título homónimo ("Aladdin Sane", que puede leerse como "A Lad Insane", "un tipo loco": otra canción inspirada en Terry, aunque con una declinación catastrofista-política que conecta con otros discos de Bowie). 

Lo que acabamos de ver es uno de los muchos juegos de espejos que se dan en la obra de David Bowie. Queda pendiente de análisis -entre tantas otras cosas: las que se contienen en una obra musical formada por varios cientos de canciones escritas a lo largo de 50 años de carrera- indagar si el saxofón desempeña en alguna canción de "Blackstar" un papel similar a la trompeta en "Jump They Say" o al piano en "Aladdin Sane".  Pero, al margen de esta cuestión, y para acabar con esta primera entrega sobre "Blackstar", constataremos que, en un álbum tan Bowie como el último de su carrera, la locura (uno de esos "monstruos escalofriantes y superasquerosos" que reparecen obsesivamente en su obra musical) tenía que estar presente. Lo está en varias canciones, y lo está también a nivel figurativo en los vídeos musicales de los dos primeros sencillos que se han editado del disco, el último de los cuales se titula "Lazarus" (la religión, otro de los temas cruciales de Bowie, y que, como la muerte, tenía cada vez más peso en la última etapa de su carrera). Tiene algo de pirueta pasar del seguimiento de una pista material (el saxofón, la trompeta, el piano, en discos correspondientes a cuatro décadas distintas) a otra de tipo temático (la locura) haciéndolo además sobre la base no simplemente de una canción, sino de un vídeo (cuestión metodológica importante, que espero ir aclarando en sucesivas entregas), pero más lo tiene aún constatar que el traje con el que en este vídeo un Bowie desdoblado sale del armario y escribe compulsivamente es muy similar a uno de los atuendos que lucía a mediados de los años setenta, en la peor temporada en el infierno que le dejaron sus adicciones. Y es que en las grandes obras de Bowie los juegos de espejos funcionan en muchas direcciones, tal vez en tantas que quiero pensar que esa es una de las razones por las que, veintitrés años después de quedarme hipnotizado con el vídeo y la música de "Jump They Say", y de ir a una biblioteca de mi ciudad para sacar un libro sobre él y ver qué música había detrás de la carátula de un disco de los setenta en la que un rayo de maquillaje cruzaba el rostro de un tipo cadavérico que no se sabía si estaba a punto de abrir los ojos o los había cerrado para siempre, todos mis intentos para penetrar en su obra mediante la escritura me han dejado la sensación de quedar atrapado en el laberinto. Hasta hoy, ahora que solo son mis ojos los que pueden abrirse y buscar una salida.